Francia ha vivido un complejo año 2005, y lo termina con la angustiosa sensación de tener que redefinir su modelo social y económico y con un incierto panorama político. Primero fueron las continuas huelgas contra el Gobierno de Jean-Pierre Raffarin y sus políticas de flexibilización de empleo y de privatización de todas las empresas públicas. En segundo lugar fue la larga campaña contra la Constitución Europea que convirtió la consulta en un plebiscito al Gobierno y, posteriormente, el cataclismo político que supuso el rechazo a la Carta Magna, sepultando al primer ministro Raffarin y poniendo en jaque todo el proceso de integración europea. Y cuando el nuevo Gobierno de Dominique de Villepin empezaba a hacer balance de sus primeros meses de gestión y se disponía a aplicar una retahíla de planes de urgencia para remontar el vuelo, las periferias de París y luego las de las grandes ciudades francesas empezaron a arder. Jóvenes hartos de su vulnerable situación social y económica reaccionaron quemando coches y equipamientos públicos durante tres semanas. El año acabó con tranquilidad, pero en la conciencia de todos está muy presente que la paz social se acabó y que el hasta ahora alabado modelo francés de progreso social y de integración está en crisis. |
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Con la reorganización del Gobierno tras la marcha de Raffarin, volvió al Ejecutivo uno de los pesos pesados del partido en el poder, la conservadora UMP (Union pour le Mouvement Populaire), que unificó en 2002 a los neogaullistas del RPR (Rassemblement du Peuple Français), a los liberales de la DL (Démocratie Libérale) y a los centristas de la UDF (Union pour la Démocratie Française). Nicolas Sarkozy, presidente de la UMP y ex ministro en unas cuantas carteras, volvía a dirigir, en junio de 2005, el Departamento de Interior y se convertía en el segundo “hombre fuerte” del Gobierno, al controlar un ministerio clave -al que se le habían ampliado ligeramente sus competencias- y al seguir dirigiendo el principal partido de la derecha gala. Su política de mano dura policial y de control de la inmigración, que tantos éxitos le habían dado, volvieron al primer plano de la política francesa.
Siguiendo las instrucciones de sus superiores, la policía francesa empezó a patrullar mucho más por los barrios periféricos -las llamadas “banlieux”- y a controlar a sus habitantes. Los altos para pedir la documentación se convertían en habituales, así como los registros y una actitud contundente por parte de la policía. Esto indignaba a los habitantes de estas zonas deprimidas, que consideran que se les ha dejado de lado y que se les trata como si fueran criminales. El 27 de octubre de 2005, unos policías franceses perseguían a unos jóvenes en Clichy-sous-bois, una zona humilde al noreste de París. Dos de estos jóvenes murieron en la huida (electrocutados en una subestación eléctrica mientras se escondían) y parte de la población culpabilizó a la policía y a su exceso de celo en estos barrios con predominio de personas de origen extranjero. Jóvenes de Clichy-sous-bois empezaron a protestar aquella misma noche; al principio, por el acoso policial, pero rápidamente extendieron su rabia para denunciar la precaria situación de la que no pueden salir. La protesta se fue extendiendo a otras zonas de la periferia parisiense, era durante la noche cuando alcanzaba sus momentos de máxima agitación y acabó por convertirse en una ola de disturbios callejeros como nunca antes se había visto.
Los disturbios cada vez iban a más y cada vez eran más violentos. Empezaron quemando contenedores y algún coche, y pronto pasaron a incendiar coches indiscriminadamente y equipamientos públicos, como escuelas, polideportivos y templos (sin importarles mucho si eran iglesias, mezquitas o ... |